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viernes, 4 de marzo de 2016

Una voz que nos descifra como pueblo, AMALIA LU POSSO FIGUEROA




Amalia Lucía Posso Figueroa es su nombre de pila. Nació en Quibdó, Chocó, en 1947, lugar donde vivió hasta sus trece años. Hoy firma como Amalia Lú Posso Figueroa, pues en su infancia las nanas negras la llamaban “niña Amalia Lú”. Augusto Posso, su papá, trabajaba en el Banco de la República, y Maya Figueroa, su mamá, era la enfermera jefe del hospital San Francisco de Asís.

En su época las nanas tenían como principal tarea entretener a los niños mientras los padres iban a trabajar. Amalia tenía dos nanas y a cada una las identificaba por sus ritmos, “una tenía el ritmo en la voz contada, mientras la otra “tenía el ritmo en la voz cantada”, todo lo que contaba lo acompañaba cantando.

En su juventud ingresó a la Universidad Nacional de Bogotá a estudiar Psicología. Allí fue una aguerrida militante de las Juventudes Comunistas y se destacó como una líder estudiantil que hacía arenga pública y paraba el tránsito. Amalia estuvo vinculada a la Universidad Nacional por casi 20 años, tiene dos hijos, Valentina Akerman arquitecta de la Universidad de los Andes, y Yohir Akerman Politólogo de la misma universidad, a quienes considera sus cómplices.

Sólo hasta el día en que le regalaron un lápiz para delinearse las cejas volvieron los recuerdos de su infancia, entre ellos las historias que le contaban sus nanas. En adelante, Amalia comenzaría a escribir cuentos que reflejaban su gran admiración por la gente negra de la región donde creció, y que le ameritan un reconocimiento como escritora del Pacífico, reivindicadora de la cultura afrocolombiana en cada una de sus líneas.

En 1997 al cumplir sus 50 años decía: “Me siento muy liviana con los 50, la mayoría de mis amigas me regaña porque me dicen que al confesar mi edad delato la de ellas. No es que ahora sea especialmente feliz, toda mi vida la he pasado muy rico. Pero, debo reconocer que pasar de los cincuenta con las nalgas y las tetas en su sitio es casi una proeza que, tal vez, solamente las mujeres de raza negra logramos. Me siento afortunada de contar con el gen negro en mi cuerpo, por lo que mi envejecimiento va a ser muy llevadero. De otro lado, haber encontrado la escritura es una suerte enorme y a la vez un compromiso para seguir desempolvando todas esas historias acumuladas.”

A mediados de 2001 la escritora había sido invitada por las universidades de Ithaca, en el estado de Nueva York y Denison, en Ohio, para dictar una serie de conferencias sobre su obra y su departamento natal, al regreso esperaba lanzar su libro Vean vé, mis nanas negras y preparaba otro trabajo del cual ya tenía el título, Los Figueroa, cuyo tema sería su familia materna.

Después del lanzamiento del libro la escritora presentó en el 2002 un montaje de su obra en el Festival Iberoamericano de Teatro y participó en la Feria del Libro de Bogotá. Estos sucesos marcaron el reconocimiento de su obra y le acreditaron reconocimiento como una escritora de obra externa a los encasillamientos de la literatura. Cuando su libro salió a la luz, muchos dijeron no creer que aquellos cuentos provinieran de la mente de una mujer estudiada, que se desempeñaba en el campo de la educación. Sus cuentos eran de una transparencia integra, contaba todo con un erotismo reinante en el aire, por esto algunos la tildaron de vulgar. No obstante, Amalia supo defenderse mostrando que de donde venía, para nada era un tabú morboso, más bien, ese universo sucedía dentro de la más cotidiana realidad en un espacio donde se acostumbraba a llamar cada cosa por su nombre. En adelante su libro ganaría más prestigio.



Amalia Lú Posso

AMALIA LU POSSO FIGUEROA


el gusto de leer se saborea con pasabocas, breve como todo pasabocas,  como el ejemplo servido:

"Yo nací y me crié en el Chocó, oliendo el marañón, comiendo bocachico y empapándome con el aguacero. Creciendo, al cuidado de mis nanas negras aprendí a disfrutar, a compartir, a amar la riqueza de las costumbres, de las tradiciones; del día que se fue con alegría y del que vendrá mañana y traerá más alegría.

Sentí el calor, el viento, el sudor, me bañé en los ríos; comí almirajó, bacao, caimito y borojó. Oí a mis nanas hablar sobre el ritmo, zigzaguear con el ritmo, 
bailar con el ritmo, amar y llorar por el ritmo. Y apropié ese ritmo, lo exprimí, lo estrujé a través de la memoria oral; del contacto físico siempre caliente, acompañado de la palabra cantada dentro del relato, acompañado del pie en el suelo para marcar el compás; del brazo en alto, y de la mano en la nalga, para permitir el coqueteo del cuerpo.

Estos recuerdos permiten que mis vivencias sean tan fuertes, y que hoy se escriban para dar a conocer la riqueza de la cultura chocoana mediante relatos; utilizando la narración para recrear, entre otras muchas cosas, las formas de hablar, de contar, de cantar, de bailar, de contonear, de mirar; rescatando algunas de las costumbres tradicionales en los nacimientos, las fiestas, los paseos, las comidas, la despedida de los muertos viejos y el gualí para los muertos niños; difundiendo el significado del vocabulario tradicionalmente usado por los negros en el Chocó; exaltando la sensualidad de su cultura con la utilización permanente del humor, que es procaz y sutil al mismo tiempo.

Escogí el cuento como técnica narrativa porque es un género corto, sintético y globalizante, que describe la vivencia como aventura. Para escribir estos cuentos, necesariamente he tenido que dejarme ir por el camino que marca el recuerdo, permitiendo que se desarrollen situaciones oníricas encontradas a través de la nostalgia. Hablo con palabras distintas, de sonoridad bamboleante, que acarician el oído y parecen danzar, por eso no utilizo glosario, quiero que todos los que se adentren en mis cuentos disfruten siguiendo el relato sin la preocupación necesaria de descifrar significados, permitiendo invitar a la imaginación y prepararse a soñar.
Nací y crecí en Quibdó, me mojó el aguacero, me abrazó el calor, el viento me levantó la falda empapada en sudor; el pacó y el manduro aromaron mi espacio, el borojó y el marañón pusieron sabor en mi lengua, el río Atrato llevó mis ojos a viajar, la chirimía con su música enseñó mi cuerpo a cimbrear, y mis nanas negras llenaron de fantasías las interminables tardes plenas de relatos bulliciosos, acariciándome, al mismo tiempo que borboritaban las palabras en zigzag. En ese momento no lo imaginaba, pero lo supe después: mis nanas negras me enseñaron a disfrutar al milímetro la riqueza del cuerpo, me metieron en el corrinche de gozar con todos los ritmos que tiene mi cuerpo". |

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